Aplican condiciones y restricciones* en la experiencia del consumidor **




Del dicho al hecho hay mucho trecho, dice un refrán en mi país. Esto se hace cierto cuando se habla de experiencias memorables para el cliente que desembocan en ofertas con mucho ruido y poco contenido. Una frase que comienza a parecer un cliché y que hace pensar que “experiencia” se ubica solamente en el radio de alcance de la publicidad emocional (las emociones son temporales) y que termina antes de concluir el proceso de experiencia real para el consumidor: durante y después del consumo. 


Es la razón idónea del porqué la calidad de la experiencia la mide el consumidor, en eso se fundamentan los estudios de mercado. Es el único que puede emitir con autoridad un juicio de valoración positiva o negativa de la promesa de marca con un criterio que estará influenciado por su experiencia personal de vida; la cotidianidad que muta al ritmo de su entorno afectivo, social, económico y político.

Dada la complejidad del género humano donde cada individuo teje su historia con la información que le proporciona su cotidianidad, el diseño de la experiencia requiere de un aprendizaje continuo de la misma y de discernimiento para entender nuestros aciertos y errores; para no caer en la trampa de los resultados inmediatistas que perjudican a la marca y que nos aleja del ponderado discurso de la experiencia memorable para el cliente.

Asumir que podemos crear la experiencia perfecta a través del poder de los sentidos es temerario. No es sólo a partir de experiencias creativamente emocionales que el consumidor se convertirá en fan de la marca. Siempre debe existir el respaldo de un compromiso cierto de la promesa de marca que tenga la capacidad de generar confianza en el consumidor. El neuromarketing es una buena herramienta para el diseño de actividades de comunicación de marca, pero no es el camino.

para ilustrarlo podemos recordar uno de los mayores desastres del marketing que nos muestra claramente que el consumidor compra por emociones que despiertan sus expectativas, pero cuando se siente engañado reclama con plena conciencia y aprende rápidamente. 

Hoover, el desastre del marketing

Eran los inicios de los noventa. Una década que traía consigo un cambio sustancial en los paradigmas sociales, culturales, económicos y políticos de la humanidad y que daba impulso a importantes avances tecnológicos como la telefonía móvil y el Internet: el puente para la globalización y democratización de la comunicación. 



Las marcas dominantes del mercado se encontraron con un nuevo, complejo y competido panorama al que creían que se adaptarían fácilmente porque pensaban erróneamente que conocían y tenían el poder sobre el consumidor. Así lo pensó Hoover, la multinacional americana de electrodomésticos con presencia en el Reino Unido.

Para entonces la división de la empresa americana era dominante en el mercado de los electrodomésticos y reconocida por su llamativa publicidad. Con este precedente Hoover se lanzó al mercado con una oferta que buscaba incrementar sus ventas y fidelizar a sus clientes ante las nuevas marcas que estaban surgiendo, ofreciéndoles la memorable experiencia de viajar gratis si compraban electrodomésticos por USD$160. Ellos a cambio, les entregarían tiquetes aéreos dobles con destino a diferentes ciudades en Europa y posteriormente a los Estados Unidos.

En principio uno podría pensar que es desproporcionado ofrecer premios que superaban el valor de los electrodomésticos. Pero en los cálculos del alcance de su oferta, Hoover esperaba compensar los proyectados 50.000 ganadores (previo estudio de mercado) con volumen de ventas.

Para ello se había preparado a partir de tediosos requisitos burocráticos; lo que hoy llamamos “aplican condiciones y restricciones” tales como una fecha de caducidad temprana, vuelos y horarios con poco tráfico, no cubrían alojamiento y seguros para limitar el número de ganadores.

Las lecciones del marketing son inolvidables y Hoover estaba a punto de ofrecernos una de las mejores en la historia y de la peor manera. Bien lo dijo David Ogilvy “el consumidor no es tonto, puede ser tú mujer”. Quiso decir que no subestimemos a quien tiene el poder de compra y más si se trata de aprovechar una oferta al máximo.

La oferta rindió sus frutos… más amargos que dulces. Las ventas sobrepasaron las expectativas de la compañía, pero también el límite de ganadores que pasó de 50.000 a 200.000 cuadruplicando así las proyecciones de Hoover, y por supuesto, también los problemas.

Es una clara muestra que no es rentable insultar la inteligencia del consumidor, en especial con una oferta demasiado tentadora para dejarla pasar. Los clientes se las arreglaron para reunir todas las condiciones con estrategias varias, entre ellas, presentarse con las cajas selladas de los electrodomésticos con fecha de factura dentro de la vigencia de la oferta para acceder a los pasajes después del periodo reglamentario. El ser humano es sorprendentemente creativo cuando se propone alcanzar un objetivo.

No tan creativa resultó la respuesta a la crisis de las directivas de Hoover que desesperados comenzaron a negar los tiquetes a los ganadores exponiendo la reputación de la marca. Provocaron la indignación del público que se sintió estafado desencadenando una ola de mala publicidad en los medios y centenares de reclamaciones legales.

El costo fue muy alto e infortunadamente el posicionamiento ni la calidad del producto lograron sacar de la crisis a la marca, porque se encontraron con un consumidor inteligente en el que habían despertado grandes ilusiones y al que defraudaron sin ningún remordimiento.

Evidenciaron que su promesa de una experiencia memorable no era cierta. Más grave aún, para el cliente Hoover sólo vendía lavadoras y aspiradoras, un producto más del que podían prescindir o reemplazar.

Finalmente, la justicia dio la razón a los clientes y la casa matriz tuvo que asumir pérdidas por aproximadamente 80 millones de dólares más una reputación mortalmente golpeada, a tal grado que posteriormente tuvieron que vender la división americana a una empresa italiana porque el mercado inglés ya no los quería allí.

El marketing de la retórica

Escuchaba en un foro de publicidad que gritar en el argot publicitario significa tener dinero para figurar en el prime time ya que sólo se necesita martillar constantemente para que el consumidor compre; finalmente es lo que hacen las ofertas asterisco con la esperanza que el cliente recuerde la marca por su “generosidad”.

Conectarse emocionalmente con el cliente no significa decirle lo que debe sentir o hacer. Conectarse es entender qué siente y qué le aporta para su calidad de vida la experiencia con la marca. Porque la publicidad emocional que no habla ni construye relaciones con las personas se traduce en retórica, socavando la credibilidad de sus stakeholders.

El engaño quiebra la confianza. Es tangible en el actual consumidor desconfiado y prevenido, el caza ofertas experto gracias a “malas experiencias de consumo” ocasionadas por el engaño recurrente. Mercadea su poderosa y persuasiva marca personal a través del voz a voz: “de eso tan bueno no dan tanto”, perjudicando el constructivo desarrollo de toda una cadena de valor.

Vamos del engaño metódico (la elaboración de la oferta con suspicaces asteriscos) al engaño y manipulación emocional (insultar la inteligencia del consumidor).

Construir experiencias duraderas

Básicamente una experiencia debe tener la capacidad de transformar lo cotidiano con nuevos pensamientos (significado) y gestionar las emociones para construir relaciones duraderas (química). Esto no se logra con una invitación tácita a leer la letra menuda en textos fríos y extensos con múltiples variables, y de las cuales el comprador se entera de su existencia cuando le niegan “el beneficio”.

La mejor experiencia es la transparencia y compromiso de la marca con su promesa de principio a fin. En tanto, las actividades de la marca no pueden superar el valor emocional que representa la marca, porque el objetivo del marketing es crear y fortalecer lazos con el cliente, no destruir la credibilidad de la marca.

Los noventa nos dejaron un consumidor que piensa, reflexiona, elige con un rol activo dentro del sistema socio-económico y con el poder de boicotear una marca que no llene sus expectativas funcionales y emocionales.

La tarea del marketing es reconstruir el tejido social de confianza en torno a la marca con una publicidad que sin lugar a dudas puede ser clara, honesta y muy conectiva sin dejar de lado la creatividad que ha todos nos cautiva.

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