La navidad está tocando las puertas, y pese a la ilusión que despierta, es difícil no verle el sentido comercial, en particular, ahora, que la crisis por coronavirus y las medidas de contención, sobrepasan a la mayoría.
Atrás ha quedado el bullicio, las compras frenéticas, las reuniones familiares, todo aquello que le daba sentido a los sempiternos problemas de la economía doméstica.
Comienza a hacerse recuerdo, los mercadillos navideños que derrochaban creatividad, abarrotados de familias que buscaban el adorno perfecto, a la medida y al capricho. Belenes, flores de pascua, piñas, lazos, frutillas, velas, árboles, guirnaldas, figuras artesanales, y todo aquello que alimentaba el ambiente festivo, la esperanza en el futuro.
Antes, el mercado dependía de la creatividad, la calidad y la atención, las únicas métricas de marketing que se consideraban suficientes para que la economía local se activara de manera alucinante en la temporada navideña. A todos les iba bien.
Pero todo comenzó a cambiar con la llegada de los hipermercados, que de la mano de la producción china, comenzaron a importar containers, con cantidades colosales de todo tipo de mercancía: ropa, artículos para el hogar, juguetes y por supuesto, la esperada decoración navideña, a precios muy bajos.
Ha sido tan fuerte el impacto, que hasta el tradicional mercadillo de Barcelona ha perdido brillo y clientes. El consumidor del siglo XXI le apuesta al ‘Made in China’, por lo económico, aunque la calidad deja mucho que desear.
Entretanto, cada año, la economía local se erosiona por cuenta de la hiperproducción de artículos que ya imitan los artesanales de cada región del mundo, elaborados, en su mayoría, con mano de obra esclava e infantil. Un logro de la globalización.
Sin embargo, algunas voces se alzan para afirmar que se debe pagar un precio por la integración de las economías. La competitividad es el fundamento que no deja espacio para quienes se resisten a adaptarse, es decir, para los perdedores desde el punto de vista del modelo económico.
Y aunque no se puede negar que con la globalización se ha estado forjando la integración cultural, que prácticamente nos ha convertido en ciudadanos del mundo, hoy estamos viviendo las consecuencias de su lado oscuro: confinados por un virus que viene del otro lado del mundo, dónde los aspectos medioambientales y sociales, importan poco.
Con todo, la globalización prevalece gracias al modelo económico, con el desarrollo como bandera. Y se reduce el espacio vital para una mayoría que no consigue llegar a fin de mes, por cuenta de las inclementes reglas del modelo económico que exigen, aprender a nadar en el tanque de los tiburones, los monopolios, o de lo contrario, sólo resta morir sin remedio. Y ya está sucediendo lo último.
La producción local con el plus de, ‘hecho a mano’, y relevante de forma emocional y social, comienza a ser cosa del pasado por su incapacidad de jugar en las grandes ligas de la globalización para enfrentar a los tiburones: se ahoga frente a la irresistible oferta del “precio más bajo”.
Entretanto, la hiperproducción de mercancía clónica que proviene en su mayoría de China, lista para usar, absorbe sin compasión el mercado inutilizando por completo la habilidad creativa y la pasión humana.
El dulce encanto de las tradiciones y celebraciones, con historias sorprendentes que se leen en el diseño hecho a mano, están perdiendo la voz frente a las historias clónicas del marketing enmarcadas en ofertas imperdibles, delatando una guerra implacable de precios con la competencia, que además, debe ser eliminada a toda costa.
La comunicación de los valores y la promesa de marca, se ha reemplazado por el concepto distorsionado de “competitividad”: sobrevivir en una economía agresiva y sin ningún margen que la justifique.
Activar el modo creativo
Es la base de la filosofía de un modelo económico que exige adaptarse a las leyes del mercado para sobrevivir. El argumento que sustenta la creencia de que el capitalismo es el motor fundamental de la economía. Y además exige un compromiso colectivo y obligatorio, para con las inamovibles reglas del libre mercado, aun con los innegables riesgos que debe asumir la mayoría. No puede permitir nuevas e innovadoras propuestas que pongan en riesgo su hegemonía.
La creatividad, en cambio, invita a abrazar el desafío, a verle a los ojos por mala cara que tenga. Buscar nuevas experiencias, explorar nuevos caminos, reaprender y reinventar. Hacer lo que haga falta, para resolver nuestra propia paradoja: El temor a renunciar a la antigua normalidad, pese a las oportunidades que ofrece la nueva normalidad para construir la sociedad que queremos y necesitamos.
Un virus nos muestra los riesgos innecesarios que surgen de atentar contra la conservación ambiental, embebidos en una adaptación disfrazada de innovación. Y nos recuerda que la creatividad no es estática, es dinámica. Es productiva, expansiva e inspiradora, como debe ser una economía sostenible.
Casi un año después de la llegada del coronavirus, se puede comprobar que la incertidumbre por el futuro se acrecienta por cuenta de un modelo económico que no está interesado en erradicar la desigualdad y la injusticia.
Pesa más la reacción del mercado de valores frente al posible éxito de las vacunas que se supone, deberían salvar vidas, pero no consiguen la efectividad del 100%. Si acaso, el 90% y 95% de efectividad y con dudas. En cualquier caso, las farmacéuticas están blindadas contra demandas por la política internacional porque no ofrecen garantías de éxito, aunque reciben millonarias ganancias.
Nadie se atreve a cuestionar la diferencia del 5% al 10%, que equivale a vidas humanas. Una subasta por la vida tutelada por el "concepto de 'adaptación": unos pierden y otros ganan, pero si intentas adaptarte, puede que no pierdas del todo.
La crisis devela un gran desafío profesional y personal: Qué tanto estamos dispuestos a arriesgar para poner nuestra creatividad y habilidades al servicio de la vida, y trabajar en la construcción de una economía en la que entremos todos.
Es una decisión individual que puede servir de inspiración a otros y hacerse colectiva, para construir un nuevo paradigma socioeconómico.
PIB vs Sostenibilidad
El indicador económico internacional es el PIB (producto Interno bruto) y es la medida estándar del valor agregado. Fue creado en la EUROSTAT (Oficina Estadística Europea) en la década de los cuarenta, y es el fundamento de las decisiones económicas que involucran y afectan al pleno de la humanidad.
La finalidad es que sirva de bitácora para el crecimiento económico mundial, proporcionando información de la riqueza generada por un país: producción en bienes y servicios, en el plazo de un año.
No considera factores como la calidad, qué y cómo se produce, y menos la afectación social y ambiental, pues no se consideran ingresos.
Sin embargo, incluye las actividades ilegales como la prostitución, el tráfico de drogas y de armas, y el juego, porque suponen ingresos que contribuyen al aumento del producto interno bruto que representa la riqueza y progreso de un país. Si el PIB es alto o positivo, indica que el país tiene suficiente poder adquisitivo para incrementar el consumo.
Un PIB bajo o negativo, por el contrario, indica que la producción interna es insuficiente; se ha perdido poder adquisitivo y el consumo se reduce. Es entonces cuando se habla de desaceleración de la economía, o recesión.
No obstante, el PIB no explica por qué países como Alemania, Japón y China, pese a la crisis actual en las que también han sufrido pérdidas con el parón de la producción, se mantienen a flote. Es el caso de Japón, que reportó un crecimiento del 5% durante la pandemia, y que le significó la salida de la recesión que arrastraba desde hacía 5 años.
Pero los países emergentes y del tercer mundo, que no estaban en recesión, incluso, a fines del 2019, el PIB indicaba crecimiento por causa de las materias primas que provee a los países del primer mundo, sí quedaron en alto riesgo de padecer una recesión irreversible.
En conclusión, el PIB no explica nada, y menos resuelve algo. El método resulta incoherente con la realidad socioeconómica de cada país. Tampoco muestra el impacto negativo de las actividades económicas en el bienestar social, aunque sea un factor decisivo en el crecimiento sostenible y la productividad.
Es evidente que el modelo económico no consigue demostrar su efectividad, ni siquiera con los sistemas de medición económica a su favor, porque ha perdido credibilidad.
Nueva Zelanda ha dejado de considerar los parámetros económicos que sustentan el PIB, porque no se ajustan a su realidad social, no mide el bienestar en términos de sostenibilidad.
Por ese motivo, está creando sus propios parámetros. El objetivo es crear nuevas métricas que determinen su verdadera riqueza y con un enfoque no comercial, y que “determine el bienestar social, económico y medioambiental”. Y ya obtiene resultados, con el éxito en el manejo de la pandemia: "Su sólida economía ha permitido canalizar paquetes de ayuda, tanto para empresas como para residentes, compensando la falta de turismo"
Su innovador modelo ha demostrado que la creatividad, no la adaptabilidad del modelo económico, que no ha traído ningún beneficio a la población en la pandemia, es necesaria para superar las crisis de forma constructiva.
Inclusive, voces expertas claman por abandonar el modelo económico actual: “Es hora de retirar los indicadores como el PIB… Si medimos lo incorrecto, haremos lo incorrecto” —Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de economía.
Economías colaborativas y sostenibles.
El “todo vale” no lo vale todo. Si es importante el precio a pagar, porque al final, pagamos todos, de una o de otra manera.
La crisis por coronavirus empuja a la búsqueda de fuentes alternas y sustentables de riqueza, pues está claro, que el actual modelo es insostenible, al punto que muchos empresarios, se plantean un cambio inmediato: “el 2020 como el año de los negocios sostenibles”. — AEOC (Asociación de Fabricantes y Distribuidores)
Fuente: National Geografic |
El modelo de economía circular, se fundamenta en la generación de valor desde el reciclaje y el comercio justo. Sus parámetros son la ética, la confianza y el respeto por el medio ambiente. No tiene "efectos secundarios negativos", todo lo contrario, propende por la sostenibilidad y la inclusión.
Se proyecta como el puente de otros modelos de economía colaborativa, caracterizándose por generar riqueza material, intelectual, social y cultural, pues su protagonismo se origina en la consciencia de lo mal que llevamos el planeta, de lo mal que llevamos la vida.
También es posible replantear el concepto de proteccionismo, antagonista de la globalización. Tiene el potencial para recuperar el equilibrio, impulsando la producción local y el hecho a mano, pero valorando la producción externa como un factor complementario.
El proteccionismo no es un círculo cerrado a cal y canto para otras alternativas comerciales: puedo exportar dónde no producen, y puedo importar lo que no produzco. Una alternativa que protege el sistema productivo local y equilibra la balanza del comercio exterior.
Acciones que destruyen el planeta
La especulación, en términos prácticos, es insostenible a futuro porque ya lo es en presente. El mercado de valores promueve la hiperproducción de materia prima, sin detenerse en las consecuencias para el planeta, que en términos científicos, ha llegado a su límite, ya no tiene de dónde tirar.
Los billones de dólares que mueven las bolsas de valores del mundo, con Wall Street a la cabeza, por transacciones de compra y venta de acciones, bonos y valores, es alucinante. Pero lo que la mayoría ignora, es que las ganancias que obtienen las bolsas y los grandes grupos financieros, se obtienen acaparando y manipulando los precios, y con ayuda de algoritmos matemáticos, —que no entienden de necesidades básicas— y de forma anónima. —Michael Lewis, Flash Boys, A Wall Street Revolt
Por ello, resulta curioso que aunque no aportan al sistema productivo, no crean valor social o económico real para el país involucrado, y abiertamente, no se alinean con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, se considere que la bolsa de valores es idónea para medir, como el PIB, la salud económica de un país.
Consideremos un commodity como el cacao, una de las materias primas esenciales más negociadas en el mundo. A diario, se compran y venden acciones de las empresas productoras (monopolios agrícolas), sin considerar ningún aspecto social o económico de los pequeños productores.
Su valor fluctúa al ritmo de factores como el clima o conflictos sociopolíticos y que indican, en que momento es propicio negociar, pues el precio cae aunque sea un producto de alta demanda.
El lado oscuro de esta transacción comercial, está en que el 70% del cacao proviene de África occidental, repartido entre Costa de Marfil y Ghana. Es la mayor fuente de ingreso de la población, la base de su economía, que dicen los expertos, está en crecimiento; el PIB de 2018 lo corrobora: 7.4% y 6.3%, respectivamente. Resulta llamativo que sea significativamente mayor que el de Colombia o España para el mismo año.
No obstante, Costa de Marfil y Ghana, se encuentran en el puesto 165 y 142, respectivamente, de un total de 189 países, en el índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (PNUD) de 2019. Esto significa, que hacen parte de los países con peor calidad de vida en el mundo, por sus altos niveles de pobreza.
Suma en negativo, en el caso de Costa de Marfil, que únicamente le queda "el 10% del bosque nativo original, por "la ampliación indiscriminada de los cultivos, y con una fuerte degradación del suelo cultivable". Un factor que le deja en una muy mala posición frente al cambio climático.
En conclusión, los casos de Costa de Marfil y Ghana, demuestran que el PIB no es una medida que se sustente la realidad del país, y que el mercado de valores no aporta al crecimiento y desarrollo económico sostenible de los países productores de commodities esenciales. La destrucción social y ambiental irreversible es la prueba.
Hay motivos de sobra para reinventar la sociedad, crear una economía creativa y sostenible. No queda tiempo para seguir dando coces contra el aguijón.
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